'Aporística' bebe de la tradición del aforismo






Francisco M. Ortega Palomares, con su Aporística, retoma y reactualiza la vieja estirpe de los aforistas, pero lo hace desde una sensibilidad plenamente contemporánea: el dolor íntimo, la ironía aguda y el cuestionamiento de nuestra hiper­conectada sociedad se funden en máximas breves y condensadas. Para calibrar la originalidad y alcance de su obra, conviene compararla con algunos precursores y colegas en el género: La Rochefoucauld, Lichtenberg, Cioran, Deleuze, Max Aub, Derrida, Karl Kraus y José Bergamín.



En primer lugar, trasluce en Ortega el realismo cínico de François de La Rochefoucauld (1613–1680). Como el francés, Ortega subraya la fragilidad moral humana: “Quien nada siente nada ama” o “Mentir se nos da muy bien, especialmente cuando decimos la verdad” remiten al aforismo clásico de La Rochefoucauld (“Nuestra virtud no es otra cosa que una mera mascarada”), compartiendo ese desengañado tono de quien sabe que la máscara social oculta impulsos egoístas. Sin embargo, Ortega incorpora un ingrediente ético-digital, ausente en La Rochefoucauld: “La gente parece no darse cuenta de que su yo social está atrapado en un algoritmo”, lo que expande la mirada desde las pasiones individuales hacia la tecnopolítica del siglo XXI.



Georg Christoph Lichtenberg (1742–1799), con sus “apuntes” cargados de humor corrosivo (“El hombre inteligente necesita menos reglas”), anticipa en Ortega cierta inclinación por la paradoja ingeniosa. Ambos autores disfrutan desmontando lugares comunes con un golpe de pluma. Pero mientras Lichtenberg ancla su comicidad en la observación cotidiana (experimentos científicos, costumbres germanas), Ortega mana de una conciencia de precariedad existencial (“Es preciso morir muchas veces para sentirse vivo”), que toma distancia de la irreverencia vitaminada de Lichtenberg y se acerca más al existencialismo urbano.



En Emil Cioran (1911–1995) encuentra Ortega un predecesor en el escepticismo trágico. Aforismos como “La vida nos anestesia con su belleza” o “Nunca estamos preparados para el siguiente momento que nos toca vivir” evocan la desesperanza sombría de Cioran (“El instinto de razón mata la emoción”), aunque la prosa de Ortega evita el abismo nihilista puro: contrapone ese pesimismo con destellos de esperanza intelectual (“La generosidad intelectual engrandece la materia”) y momentos de ternura (“La mirada del corazón nunca tiene vista cansada”), campos donde Cioran apenas vislumbraba luz.



Gilles Deleuze (1925–1995), aunque no fue un aforista puro, ejerció la creación de conceptos breves (“rizoma”, “líneas de fuga”) que funcionan como núcleos generadores de pensamiento. Ortega comparte con Deleuze ese impulso de nombrar conexiones invisibles: “Somos aforistas sin saberlo, apenas transformamos un pensamiento fugaz en una cita” conecta con la idea deleuziana de la literatura como plegado de conceptos. No obstante, Ortega no despliega el entramado teórico que caracteriza a Deleuze, sino que prefiere un registro más directo y accesible, destinado a una lectura ágil y ocasional.



Max Aub (1903–1972), novelista y ensayista, cultivó también el aforismo en su diario literario. Su tono, a mitad de camino entre la melancolía exiliada y la ironía política, encuentra eco en Ortega cuando este escribe: “Todos somos exiliados de algún territorio de nuestro yo” o “La gente suele encerrarse en ámbitos de importancia sin percibir su minúscula significancia”. Aub, sin embargo, estaba atravesado por la memoria de la guerra civil y el exilio, lo que confería a sus aforismos una carga testimonial concreta. Ortega, en contraste, cartografía un exilio interior más difuso, sin referencias históricas explícitas.



Jacques Derrida (1930–2004) no fue un aforista estricto, pero su práctica de la deconstrucción produjo aforismos conceptuales (“No hay fuera de texto”). Ortega entabla, en sus máximas, diálogos implícitos con la herencia de Derrida: “Somos un sustrato bajo millones de datos” o “Cada encuentro lleva implícita una despedida” comparten la conciencia de que el significado es provisional y siempre diferido. Aun así, Ortega nunca adopta el estilo fragmentario y erudito de Derrida; su lenguaje es directo, orientado a la experiencia vital más que a los giros teóricos.



Karl Kraus (1874–1936), con su mordacidad feroz contra la prensa y la hipocresía vienesa, cultivó el aforismo periodístico como arma de denuncia. En Ortega late un parentesco cuando ataca la hipocresía social: “Esta sociedad valora más la hipocresía como actitud relacional que la sinceridad”, o cuando señala la banalidad de los medios: “Son estos tiempos de escribir mucho y decir tan poco”. Kraus, sin embargo, era sistemáticamente militante y satírico; Ortega alterna la crítica social con el lirismo contemplativo, evitando caer en el sarcasmo unidimensional.



Finalmente, José Bergamín (1895–1983), ensayista y poeta, conjugó el aforismo con la reflexión literaria y política en una España desgarrada. Bergamín ponía siempre la lengua al servicio de la comunidad (“La lengua no muere si la defendemos juntos”), y sus aforismos integraban celebración de la palabra y compromiso. Ortega, si bien reivindica el poder de la palabra (“¡Qué alegría si las palabras fueran pájaros!”), no articula un proyecto colectivo o ideológico tan explícito, sino que sitúa la dimensión poética al lado de la hondura ética: “Dar ejemplo es mejor que dar consejo” o “La maledicencia ocupa el corazón de los mediocres”.



En síntesis, Aporística bebe de la tradición del aforismo en sus vertientes moral-cínica (La Rochefoucauld), humorística (Lichtenberg), trágica (Cioran), conceptual (Deleuze), testimonial (Max Aub), deconstructiva (Derrida), satírica (Kraus) y reivindicativa (Bergamín). Ortega M. Ortega Palomares fusiona estos legados y los proyecta sobre el lienzo del siglo XXI: la precariedad afectiva, la hipermediación de la vida y la urgencia de la sinceridad. Con ello, su Aporística no sólo se inscribe en la genealogía del aforismo, sino que renueva el género, ofreciéndonos un arsenal de chispas de pensamiento que iluminan nuestra complejidad contemporánea.

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